De paseo por tierras de España pasé dos días en el carismático Convento de La Parra.

Casi con ganas de pregonar "de aquí no me moverán", confieso que sentí su alma nada más entrar al claustro principal. La luz transparente y diáfana envolvía las arcadas, el agua del tanque susurraba melodías y las sillas sombreadas por naranjos nos invitaban a sentarnos.

Así que nada más dejar el equipaje en mi habitación, otrora antigua celda, circulé y seguí al sabor de mis pasos buscando cada rincón. Sí, porque hay que subir y bajar escaleras que nos llevan casi al cielo, para descubrir el encanto de la antigua capilla, la biblioteca y otras dependencias casi secretas, como una vieja puerta que me condujo al campanario, donde se avista la dehesa ondulada y todo alrededor, y siempre las cigüeñas, grandes compañeras en todo el paseo.

Pero es en la planta superior del Convento de La Parra donde más apetece a uno quedarse, por la blancura alba de la cal que tapiza los muros que transpiran bienestar y también por el confort de los sofás grandes y blandos que invitan a la pereza; entonces cojo mi libro y casi se me olvida que existo.

Por la noche cuando el hambre se hace sentir, me obsequian en la cena con diversos manjares propios de estas tierras, cuyos sabores agudizan todavía más mi paladar.

Recogida a mi habitación, agradezco la paz del lugar y sueño con el día siguiente: Un día radioso que me lleva por los "caminos del agua" hasta la recatada piscina, sencilla y mágica.

Un lugar especial donde me gustaría volver algún día.

Maria de Assunção Avillez es Periodista en la Revista Caras.